sábado, 30 de junio de 2007

ThE mOsT bEaUtIfUl ThInG I'vE eVeR sEeN

Fue ese chico ciego. En esa parada de autobús. Ese caluroso día en Madrid. No podía apartar mis ojos de él, y de cómo su mano acariciaba sin descanso el pelo de la chica ciega que estaba a su lado, mientras esperaban el autobús.


"Subir la mano, buscar tu suave tacto con los dedos, meterlos cuidadosamente entre el cabello, deslizarlos dulcemente hasta el final, y volver a empezar. Tener la consciencia de que estás aquí, a mi lado. Decirte que te quiero sin decirte nada. Sentirte cerca de mí, hacer que me sientas a tu lado. Mano arriba, mano abajo. Estoy aquí, estás aquí, conmigo. La mano avanza al compás de mi respiración, de la respiración de toda la ciudad, de todo lo que me rodea, de una ciudad hirviente y contaminada, esa respiración que se detiene en tu pelo, rubio aunque yo no lo vea, tan suave entre mis dedos, su olor alcanza mi aliento, su tacto inunda mi cuerpo, sólo oigo nuestras respiraciones mientras dura ese leve contacto, ese que repito una y otra vez para no morir de soledad en un mundo que no me deja verlo. Y ya no estamos solos nunca más."


[25 Octubre 2006]

miércoles, 27 de junio de 2007

Un LuGaR

Miró de frente la caja, suspiró hondo y se ató el pelo. Con el cutter rasgó violentamente el celofán que envolvía por completo cada arista, gordas tiras de celofán marrón que apenas diez días antes había envuelto concienzudamente kilómetros al norte, en otro país, otra cultura, otro idioma... pero sobre todo, en un mundo completamente diferente.

Diez días. Sólo diez días. ¡Tanto! diez días...

¿Qué había pasado esos diez días? Nada del otro mundo. Como si de plastilina derretida se tratase, su cuerpo había caído en el molde y había ido llenando los rincones y huecos poco a poco, despacio como el avance de la lava de un volcán, cubriéndolo todo, triste y dolorosamente, hasta que su cuerpo perteneció de nuevo al molde del que había huido unos meses antes, y al que había vuelto con una nueva forma completamente diferente.

Rápidamente, como quien tira de la cera caliente esperando que pase pronto el dolor, empezó a sacar todas las cosas que la caja contenía y esparcirlas por el suelo. Primero discos que había hecho viaje de ida y vuelta, y algunos nuevos que por primera vez pisaban tierra española. Luego una larga y abrigada bata de invierno que la hizo sonreír, padres cabezones que no quisieron llevarla de vuelta... Sábanas y toallas. Después bolsos y bufandas y fulares, uno de ell
os con brillos plateados que descansó en el suelo iluminando suavemente su derredor. Les siguieron libros, muchos libros, pequeños coleccionables de novelas de siempre, best-seller extranjeros para entender un poco ese mundo, algún libro de segunda mano que significaba algo más, guías de aparatos eléctricos, cómics...

Y se detuvo en un pequeño libro rojo. Apenas podría llamarse libro por lo estrecho. En realidad era un mapa. Su mapa. El mapa de aquel mundo. El mapa en el que se encontraban todas esas equis de tesoros escondidos. El mapa que había leído primero extrañada y aventurera, luego con familiaridad, para jugar a encontrar sus rincones, los suyos.

Las prisas se acabaron, el caos ocupó la habitación y ella se sentó con una suave luz roja y los brillos plateados del fular para abrir aquel mapa. Primero se detuvo a observar la portada. Los cantos estaban levemente levantados, dejando marcas blancas a lo largo. Algunas arrugas cruzaban el rojo y azul de las letras.

Se atrevió a abrirlo. Y apareció aquella página que ocupaba su mundo allí en el otro mundo. Primero parques de tardes mágicas, calles ruidosas y llenas los sábados por la mañana
. Buscó con ahínco su calle, su pequeño piso en el que la vida era una aventura incluso cuando no pasaba nada. Caminó mentalmente hasta la casa de sus amigos, pero en lugar de con prisas como lo había hecho sus últimas veces, lo hizo lentamente, deteniéndose en cada tienda, cada esquina y escaparate, cada cruce... Se detuvo a recordar los detalles. El olor del restaurante italiano, el tímido jazz desde el primer piso de una cafetería. Las ventanas de amigos a las que siempre gritaba. La parada de autobús desde la que despidió a tanta gente querida y que finalmente la despidió a ella. Giró la cabeza hacia el final de la calle, las cafetería, tiendas de dulces, fuentes y monumentos. Subió hasta la catedral y el senado, el ancho parque estaba iluminado por un fuerte sol y en él descansaban jóvenes sonriendo contradictoriamente con sus negras vestimentas. Los bares que le gustaban y los que no, los divertidos a veces, en los que había dado el espectáculo, los que cerraban pronto y los que siempre podías encontrar abiertos. Luego la universidad, los altos y hermosos edificios. Los mercadillos de tenderos afables. Los supermercados en los que ya podía encontrar lo que quisiera rápidamente. Las calles que llevaban a otros amigos, al lugar de ensayo, el olor de la piscina, las violetas de la pared de una casa y la calle en la que se formaban charcos invisibles. El puente, la casa de revista, las tiendas buenas, los mercadillos míticos y místicos, las clases, los baños de distintos locales, la plaza con merenderos inundada de gente y música... Por su mente pasaron mil y una imágenes. Ya no veía el mapa ante ella. Veía lo que había sido su vida. Su mejor vida.

Y de repente volvió a echar de menos como aún no se había atrevido a echar de menos desde que volvió. Diez días hace que no está en ese mundo, y lo único que le parece es que en realidad nunca estuvo allí. Y eso le duele tanto...

Cómo es posible construir una vida ficticia, virtual, una vida sin futuro, una vida con fecha de caducidad, una vida en un corredor de muerte, una vida con enfermedad terminal... y aún así construirla entera, construirla tuya, llenarla de cosas, llenarla de lo que tú quieres, de tu mejor tú, de la mejor gente, para que duela tanto.

Una vez alguien le dijo "¿y tú por qué sonríes tanto?", y ella contestó una tontería. No subestimes la tristeza de una persona que sonríe, ni el amor de una persona que no te lo confiesa.

sábado, 16 de junio de 2007

La NiÑa Y eL DuEnDe

Érase que se era, una pequeña niña de rizos alborotados y negros. Le encantaba andar y recorrer calles, rincones y escondrijos, el olor de un limón recién abierto y meter los dedos en cera derretida. Recorría la vida a saltitos, picando y pellizcando todo lo que encontraba a su paso.


Un día, caminando, algo se cruzó por su camino. La niña se paró en seco y abrió mucho los ojos. Un pequeño duende de pelos y barbas alborotados le sonreía de frente. La pequeña niña no dijo nada. Teniendo en cuenta que nunca había visto un duende (aunque algo sabía sobre ellos, puesto que había leído muchos muchos cuentos y conocía gente que aseguraba haberlos encontrado en alguna ocasión) no estaba segura si podía picarle y pellizcarle sin que el duende se quejara, así que mirándole disimuladamente continuó despacito su camino a pequeños saltitos.


Pronto se dio cuenta de que el duende le seguía, también a saltitos, y manteniendo su amplia sonrisa. La niña sabía que ella podía caminar mucho y muy largo, y que el duende, como el resto, acabaría cansándose en el camino y dejaría de seguirla. Así que manteniendo su mutismo y tarareando una canción siguió sin dilación su camino.


Recorrió bosques, campos, ciudades y playas. Cuesta arriba y cuesta abajo, mientras llovía y tronaba. También cuando un sol pesado caía bajo sus espaldas.


Pero nada detuvo al barbudo duende.


Poco a poco, y sin darse casi cuenta, la niña dejó de andar para alejarse del duende, y comenzó a andar a su lado, aunque aún no se habían dirigido la palabra.


A lo largo del mundo que lentamente cruzaban, fueron apareciendo los más mágicos descubrimientos: flores amarillas, castillos de arena, fuegos danzantes, figuritas de alambre, lunas naranjas, cuero trenzado, música desconocida… Y cada vez que alguna de estas maravillas aparecía, la pequeña niña se detenía en seco y absorta las contemplaba. Y cuando se giraba bruscamente preocupada de que su duende hubiera seguido el camino sin darse cuenta de que ella se había detenido, le encontraba a su lado, también absorto en la mágica aparición, con la sonrisa aún dibujada en la cara. Entonces siempre el duende se volvía hacía ella y le guiñaba un ojo, y juntos continuaban el camino.


Era la primera vez que la niña caminaba con alguien.


Con un saltito y de repente, la niña se detuvo en seco para mirar lo que la rodeaba. Giró sobre sí misma y dejó resbalar su mirada desde la copa de los árboles hasta la punta de sus pies. Ya había estado allí antes. Miró hacia el duende, que a su vez la miraba fijamente a ella. Y entonces se acordó. Allí había aparecido el duende por primera vez hace ya mucho o muy poco tiempo, justo ahí desde donde él la miraba.


El duende la miró de frente con su amplia sonrisa, justo como la primera vez. Y con una cabriola desapareció entre matorrales.


La niña se quedó parada mirando hacia donde había desaparecido el duende mucho tiempo; el tiempo suficiente para que las hojas de los árboles cayeran, y luego se cubrieran de nieve en el suelo, el tiempo que tardaron nuevas hojas en brotar, y el tiempo que el sol tardó en tornarlas amarillas de nuevo.


Parpadeó como despertando de un sueño y miró hacia sus pies. Aún amodorrada, dio un ridículo salto hacia delante. Intentó dar un segundo, pero tropezó. Entendió que los saltitos le eran más difíciles cuando el duende no estaba a su lado, pero hizo el esfuerzo. El tercer saltito fue casi a cámara lenta, pero consiguió mantener el equilibrio hasta el final. Cuando dio el cuarto y el quinto salto el camino fue tornando un poco más sencillo, aunque aún eran más cortos de lo acostumbrado.


La niña seguía recorriendo el mundo a saltitos, picando y pellizcando lo que encontraba a su paso. Y cuando de vez en cuando algo mágico aparecía ante ella, se detenía absorta a contemplarlo, y distinguía desde justo detrás de la aparición la barbuda y melenuda cara del sonriente duende guiñándole el ojo.


Incluso en el desierto más amplio abrigada por la noche más oscura, la niña no volvió a caminar sola.

jueves, 7 de junio de 2007

DíA rArO

Hoy quiero escribir algo. Estoy llena de cosas, cosas que me rebosan y resbalan hacia abajo por mi cuerpo. Pero son tantas que han perdido forma o percepción, y no puedo reconocerlas.

Hoy no hay música.

A veces pasa. A veces ninguna canción del mundo es adecuada, tu sonido es el silencio.

Hoy no hay música, pero ni siquiera hay ganas de llorar.

Recuerdas muchísimas cosas que son las que te han llevado al hoy. No tienen ninguna importancia, son sólo recuerdos. No sientes un apego especial a ellos, pero hoy son tu mundo, hoy te das cuenta que es lo que te queda y que eso es una mierda.

No se trata de que el final tire por la borda todo. De quien más me va a costar despedirme es de la cercanía, del tacto, de los olores de este mundo, de las manos apresadas y las caricias y los abrazos, de las distintas alturas, los colores de ojos, los brillos de pelo, de las formas de las manos, de las muletillas, de las coñas compartidas. De la complicidad. De esas pistas que te dicen que perteneces. De toda esa gente de la que ahora sé tanto, pero de los que en El Regreso ya no sabré nada, de esos pequeños detalles que provocan una sonrisa involuntaria y que algunos llaman felicidad.

Parece que pierdo coherencia, pero en verdad todo es así dentro, deforme y de color rosa pálido, mezcla de muchos colores, sentimientos, convirtiéndose en una masa viscosa que hierve por dentro de mí y sale por el techo de mi cabeza resbalando hasta el suelo, haciéndome cerrar los ojos mientras la siento caliente y pesada por mi cara y mi piel.

domingo, 3 de junio de 2007

BoCaDoS

Asomada al precipicio del final de una aventura, me doy cuenta de que cada una de las experiencias que aparecen a nuestro paso son como una fruta. Qué panorama, señores. Ni una caja de bombones, ni una consecución de momentos enlazados como una cadena, ni siquiera lo que pasa mientras la planeas; la experiencia es una fruta, la que elijas, manzana pera plátano granada naranja melocotón melón… Una fruta, hay que joderse.

Un día cualquiera de una corriente vida. Estás en un momento de esos, el más vulgar, a lo mejor estás sacándote un moco. Da igual. Es un momento de muchos otros, pero de repente te dices: joder, hace mucho que no hay nada nuevo, necesito algo.

Entonces te vas a dar una vuelta a pasear un poco las ideas porque sacar mocos no es algo que te llene demasiado, y pasas por delante de muchos escaparates, de una floristería. Y te regalan una planta, elige la que quieras. Así que eliges un pequeño árbol frutal y te lo llevas a tu guarida.

Tras un duelo de miradas entre el estático arbolito y tú, un cuidadoso estudio de su aspecto exterior, y una vana duda de si eso era realmente lo nuevo que necesitabas, lo dejas en la mesa de tu habitación, ocupando más o menos el centro, y no lo puedes evitar, cada vez que entras en la habitación lo ves. Eso te ayuda a acordarte de regarlo y esas cosas, al principio más con la preocupación de que no se te marchite; luego ya como con ganas, con cariño, porque al pobre arbolito lo ves todos los días ahí, en la mesa, y qué menos que cuidarlo para que luzca bonito, y el cabrón es agradecido, y algunos días está verderreverde y te alegra la habitación y un poco también el día.

Total, han pasado tres meses y en una de las yemas de tu arbolito ha aparecido una flor, y desde esa flor atisba la amorfa figura de lo que adivinas será tu fruta. Vamos a ver, frutas hay en todos los lados y ya has comido tropecientas de todas las clases y sin prestar atención, pero ésta es diferente, es tuya porque nace de lo que has cuidado durante esos meses. Y te vuelves como una niña impaciente observando la fruta y midiendo el crecimiento y sacándola fotos, incluso hablas a tus amigos sobre tu fruta, y el arbolito va formando parte de tu vida, ya no es un extraño en la habitación, así que le cuentas tus cosas, tus penas y tus temores, tus mejores momentos, y el pequeño arbolito es testigo de tu vida, tus días, de ti; ahora él forma parte de tu vida.

Con paciencia y cuidados, la fruta va creciendo poco a poco, hasta que un día está totalmente formada, aunque su color aún es verde, pero sabes que muy pronto estará lista. Y ese día te das cuenta de una putada.

Aquí viene lo complicado.

Las experiencias son como las frutas. Al principio crees que lo único que te aportan es un esfuerzo extra, pero de ese esfuerzo va creciendo algo que te llena y que se mete en ti. Hasta que llega un momento, inevitable, en el que racionalizas que las experiencias, como las frutas, son caducas.

¿Qué quiere decir esto?

Esto quiere decir que la fruta es dulce al final. Tienes que dejarla madurar, tienes que esperar y currártelo, y luego disfrutarla en su momento, en aquél en el que su olor es tan intenso que baña la habitación, aquél en el que el mordisco es jugoso, el sabor fuerte y fresco, el tacto suave y sabroso. Ese momento es por el que has estado esperando desde el principio. Pero cuidado, no puedes esperar demasiado a pegarle el mordisco porque se pudre. Y aunque quieras guardarla y conservarla contigo para siempre, no puedes, porque con lo único que te quedarás en con una blanda y dulzona fruta podrida. No importa que le hayas cogido cariño, no importa que te haga feliz. Esa fruta tiene su momento. No hay alarma que te avise de cuál es, sigue tu instinto, porque es tu fruta y ella te dirá que es el momento de terminar, de dar el último pequeño bocado y guardar el recuerdo de su sabor en tu paladar.

Y luego pues se lo cuentas a tus amigos, el sabor, el aroma, el tacto, el suave color de su superficie… cada detalle, con una sonrisa en los labios, recordando que te encontraste con algo, que lo cuidaste, que fue parte de ti, y que cumplió antes de irse porque fuiste capaz de dejarlo marchar.

Así que aquí ando, mirando fijamente mi arbolito, con las tijeras en las manos, preparada para la poda y para el premio, sonriendo ya antes de probarla, porque sé que éste es el momento. Frutita, cómo te voy a echar de menos…

sábado, 2 de junio de 2007

LuNaS NaRaNjAs

La suave humedad de la hierba bajo tus vaqueros.

El frescor amargo de la cerveza en la garganta.

Unas risas incontenibles (pero que tampoco querrías contener).

El olor de un porro liándose.

La música lejana de una guitarra.

Murmullo de risas y conversaciones.

El cuelgue de miles de enanitos martilleándote la cabeza.

Una puesta de sol rosa.

Sonrisas compartidas en el aire.

La oscuridad que desarropa.

Retazos de fuego suspendidos; y más tarde, el fuego alrededor tuyo, silbando en tus oídos, encarcelándote en su calor.

El hipnótico ritmo.

Muchos abrazos.

Y una luna naranja.








Joder, ya no sé si esto es el final o el principio o qué coño es...