viernes, 25 de mayo de 2007

El CoRReDoR dE lA mUeRtE

El preso mira a través de los barrotes. El suelo gris, las paredes verde claro, los barrotes blancos. Todo está en silencio. Todo es estático, sin movimiento. Muerto antes de morir. Vacío. Incluso él está muerto ya por dentro, antes de cruzar esos pasos que ya ha contado mil y una veces en su cabeza.

Muda la vista hacia su plato. Una bandeja con distintos compartimentos. Pero no ve nada en ellos. Para él están vacíos. Para él todo está vacío a su alrededor. Si no existe futuro, no existe presente.

Recuerda cuando aún había vida.

Piensa en aquella canción. La ha oído cientos de veces. Sin embargo, no es capaz de cantarla, la muerte que lo rodea la ha ejecutado antes que a él. Pero sabe que existió. Recuerda cómo le hacía sentir. Hubo alguien con quien la compartió, alguien que ya no tiene ni cara ni voz, todo ha desaparecido dentro de él. Pero está seguro de que no fue un sueño. Está seguro de que existía. Estuvo allí para algo, sus caminos se cruzaron por alguna razón. Él supo cuál era esa razón, pero un día se le olvidó. Luego no volvió a pensar en ello hasta que fue demasiado tarde. Hasta que la canción dejó de tener ritmo y letra y se convirtió en un incómodo silencio.

No se acuerda de cuándo entró en el corredor. Él estaba viviendo su vida tranquila, y de repente todo se paró; su casa se convirtió en esa pequeña habitación de paredes verde claro y supo que la muerte le esperaba. Los funcionarios le traían bandejas todos los días, pero cuando se paraba a pensarlo no era capaz de recordar la cara de ninguno de ellos. Las bandejas siempre estaban vacías, pero no había vuelto a sentir hambre. El sol no desaparecía nunca de la minúscula ventana.

El tiempo se había detenido en esa celda en el corredor.

Su condena no era la muerte. Su condena era la eterna espera.

Y él aún no sabía qué crimen había cometido.

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