jueves, 10 de abril de 2008

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Aturdido y confuso sintió la presión de la piel del volante sobre las manos. En la radio una guitarra y una voz de más de cuarenta años se sentían exactamente como él, y aunque el semáforo hacía ya tiempo se había puesto en verde, la calle se había paralizado tras la tragedia.

Jaime parpadeó dos veces, tragó saliva y se deshizo el nudo de la corbata. Sonidos psicodélicos atravesaban su mente, pero ya no estaba seguro si provenían de la radio o de los dos cuerpos del suelo. Varias cadencias de guitarras le arañaron el tímpano mientras el rítmico bombo le empujaba a salir. Abrió la puerta del coche y tropezó sobre el asfalto.

Miró en derredor cómo el cemento de los edificios enfriaba el ambiente. El leve sonido de las guitarras le arañaba otra vez desde el coche. Demás horda de curiosos comenzó a salir también de sus vehículos, acercándose hacia delante del coche de Jaime. Al fin se atrevió a mirar abajo. Primero a la chica, cuyo pelo se había teñido de rojo; luego al hombre, que ocultaba su cara en una maraña de extremidades. Se agachó sobre la muchacha e intentó sostener su cabeza, pero su cuerpo pertenecía ya al barro y a la Tierra y sobre ella se dejó caer. Muerta pero aún templada, frágil aunque inmortal. Jaime acarició sus párpados y cerró sus ojos.

El hombre aún apretaba con fuerza el puñal como si aún tuviera de qué defenderse. Jaime extendió su cuerpo sobre la carretera buscando vestigios de vida, mas el cuerpo también perecía, con la marca de su propio cuchillo vuelto contra sí en el abdomen.

Jaime miró con atención el filo del cuchillo. Intentó distinguir las dos vidas que de él goteaban, la de ella y la de él, ambos asesinos y víctimas. Luego se miró las manos, donde dos tipos de sangre se confundían. Sintió sobre su piel la violencia del ataque, el pavor de las víctimas, el odio y el instinto de supervivencia, y Jaime ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados.

Ambas sangres mezcladas, ambas sangres verdugo, ambas sangres mártir. Dos vidas acabadas. Dos muertes entremezcladas en sus manos. Dos repulsas llevabas al extremo. Dos historias de las cuáles sólo conocía el final del que acababa de ser testigo.

Un hombre de chaleco rojo le obligó a erguirse y alejarse de los cuerpos. El mundo que se había paralizado delante de él había cobrado vida de repente, y volvió a escuchar las guitarras de su coche, que se jactaban de él, tan aturdido y tan confuso.

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