La charca reflejaba los tímidos primeros reflejos del día. Había dejado de helar, pero el rocío vestía la estilizada figura de los juncos. Los marrones y verdes luchaban por fundirse sobre la tierra cálida y fértil, preparada para la primavera incipiente.
El patito caminaba sobre la orilla sacudiéndose de la cabeza pequeñas gotas. Se detuvo y agitó las patas, primero la derecha y luego la izquierda, torpón, intentando librarlas del barro que las ensuciaba, negruzcas. Estiró el cuello hacia arriba e inclinó el pico hacia abajo, intentado adivinar su propio aspecto. Quedaban marcas de barro y hierba sobre las patas y por todo su pecho, pero no podía hacer nada. El camino desde la charca estaba aún demasiado húmedo, y aunque hubiera vuelto para lavarse hubiera llegado igual. Se conformó e hinchó el pecho, altivo, para darse coraje antes de llamar.
Su amplio pico desplegaba una amplísima sonrisa cuando la hurón le recibió. Tan ancha era aquélla, como minúsculo el espacio entre arrugas del entrecejo de la hurón. ¡Menudo patito, lleno de salpicaduras oscuras como el tizón!
Enojada, orgullosa y arrogante, la hurón dio media vuelta bruscamente, rozando el pico del patito con su hermosa y brillante cola, creando con el movimiento una pequeña brisa que escoció los ojos del pato.
El patito no esperó a ver marchar a la hurón. Giró sobre sí mismo, despacio, sin prisa. Bajó la cabeza y arrastró el barro con sus palmípedos pies. No entendía porqué era tan malo. Todas esas manchas eran las que le habían llevado hasta allí.
