sábado, 22 de diciembre de 2007

ReCaPiTuLaCiOnEs De PeTeRiSa PaN

Cuando era pequeña tenía mucho tiempo para pensar. Es algo que echo profundamente de menos, aunque probablemente el no-pensar me proporcione bien. Desde que me acerqué al límite de ese invento de la mayoría de edad, caigo redonda en la cama y apenas me da tiempo a cerrar los ojos para que mi respiración se vuelva profunda, fuerte y pausada, con ese sonido tan característico que hago mientras duermo. Jamás podré engañar a nadie y decirle "Si estaba despierta..."; también tengo cuidado de saber bien hacerme la dormida. Pero la realidad es esa: si tomo posición horizontal, la cuenta atrás comienza y Morfeo se acerca a mí raudo y veloz preparado para llevarme a surrealistas ensoñaciones.

En cambio, a mis 11 ó 12 años y posteriores, el irse a la cama era un ejercicio de reflexión. Pasaba normalmente más de media hora evaluando paso a paso cada una de mis acciones del día. Era muy introvertida e insegura, así que fácilmente me autoflagelaba por acciones estúpidas y adolescentes. No sólo me evaluaba a mí sino a todo el que me rodeaba, pensaba en cómo influía yo en sus vidas, leía sus gestos, sus expresiones. Pensaba en sus lenguajes, en cómo se relacionaban entre ellos, en lo que significaba en realidad lo que decían o hacían. No lo podía evitar, era irme a la cama y empezar a cavilar. Y todo eso, el día a día, me llevaba también a reflexiones más profundas, en particular a aquello que más respeto me ha producido nunca: el tiempo. Intentaba detenerme en un segundo instantáneo y observaba que su pulso era caduco antes incluso de convertirlo en presente. En la oscuridad de mi habitación, entre las sábanas, sabía que aquello que estaba viendo en ese minúsculo segundo jamás lo volvería a ver igual. Quizá mi retina pudiera formar alguna vez la misma imagen, pero el instante sería ya otro, situado en una posición distinta del cuarto eje de coordenadas.

Del mismo modo pensaba en el significado de la existencia. Era muy extraño observar cómo el yo consistía en una especie de ventana (llamada vista) por el que recibía imágenes. Asimismo
tenía algo conocido como voluntad que influía de un modo u otro en esas imágenes. Si mi voluntad se dirigía hacia mis manos, hacia lo que yo sentía como manos, entonces las imágenes que recibía y que identificaba con mis manos variaban respondiendo a mi voluntad. También afectaba a los sonidos, a las palabras. Al resto. Pero siempre me dió la sensación de que el mundo poco tiene en realidad que ver con lo que yo percibo. Primero, el vértigo enorme y consecuente vacío que experimentaba al darme cuenta de que mi yo era tan sólo un grano de arena del Universo en la escala del tiempo. También el saber que a pesar de que el centro del mundo que conozco es mi yo, ya que es a través del cual recibo la información y el que me deja interactuar con el resto, en poco influía yo a ese mundo que circulaba ajeno a mis emociones y acciones. Llegué incluso a pensar que todo era una farsa (y que conste que lo pensé mucho antes de que existiera Matrix) de la que jamás me enteraría, que quizá mi yo transformaba por completo la realidad hasta el punto de que lo que percibía era un burdo disfraz de lo que existía, que quizá ninguna de mis verdades habían formado nunca parte de la realidad.

Me daba muchísimo miedo olvidar cosas. Me daba cuenta que no recordaba nada de lo que me había pasado cuando era bebé, cuando tenía uno, dos años. Y los pocos recuerdos que guardaba bien podían ser en realidad sueños, imágenes creadas por mi mente que tampoco nunca habían existido. Así llegué a la conclusión de que aquello de lo que no me acordaba no servía para nada, era como si no hubiera existido. Entonces, ¿para qué hacer cosas y existir en el mundo si luego dejan de existir? Tuve una época completamente obsesionada con no olvidar cosas. Apuntaba todo lo que me sucedía. El problema es que siempre he sido muy olvidadiza, nunca me acuerdo de las cosas incluso aunque fueran importantes. Ahora intento pensar que a pesar de que no las recuerde, tienen un efecto permanente en mí, me cambian por dentro para siempre, y me ayudan en el hoy de una forma u otra.

Y por último, a dónde quiero llegar, me di cuenta de que un día de repente sin casi darme cuenta y habiendo olvidado casi por completo la transición entre ese momento de reflexión y aquél sobre el que reflexiono, tendría 80 años. Mi voluntad afectaría de forma distinta mis acciones. La imagen que me devolvería el espejo sería completamente diferente, y lo más triste es que ese cambio habría sido tan lento y pausado que en contados instantes habría sido consciente de él. Como despertando de repente, mi vida habría pasado de forma más o menos insulsa, poco me quedaría que hacer. La realidad apenas llegaría a mí, mi camino se terminaría, mi vida habría quedado obsoleta, y sólo me quedaría esperar a morir.

Ahí es cuando en la oscura habitación y al abrigo de mis sábanas lloraba desconsolada, intentando no hacer ruido. En ese momento, era absoluta y plenamente consciente de que moriría, de que no volvería a existir, no existirían imágenes de vuelta, no existiría nada, no sentiría nada, no estaría en ningún sitio, no habría ventana ni percepción. Ni reflexiones en las sábanas. Dejaría de estar en el mundo. Y el mundo dejaría entonces de existir, porque si el mundo existe es porque yo lo veo. La obra sería inconclusa porque una vez yo no lo percibo de poco me vale que nadie continúe ningún camino. Sencillamente todo se acabaría.

En el mejor de los casos, el Universo no existe sólo por mí sino que yo tan sólo soy una de las partes que lo conforman, y entonces seguiría existiendo con otros entes y voluntades que lo observan desde sus ventanas y que influyen en su derredor. Pero en ese caso me daba en cuenta de mi pequeñez en el mundo, de mi poca importancia y de hasta qué punto había tenido una existencia corta y completamente insignificante.

En cualquier caso, la vida se me habría resbalado entre los dedos cual granos de arena. Siguiera el camino que siguiera llegaría a ese punto de vejez de repente, tal y como ayer llegué a los 22 años, olvidando muchos momentos por el camino, y por tanto desechándolos del mundo, de la realidad, del yo. Jamás volvería a sentir niñez, adolescencia, juventud, madurez, energía. Daría igual si mucha o poca gente iría a mi entierro, aunque me confortara imaginar grandes pesares tras mi existencia. De todos modos ya no existiría nada, ni mi propia ausencia.

Cuando pienso acostumbro a hablar sola, en el sentido de que mis pensamientos más que apuntes dispersos en mi mente aparecen a lo largo de un diálogo conmigo misma. No es necesario que hable en voz alta, pero sin quererlo voy encadenándolos en una reflexión. Hace relativamente poco, menos de un año, me llamé a mí misma “adolescente”. Fue un impulso, reflexionaba sobre una estupidez que había cometido, e intentaba excusarme en que, al fin y al cabo, soy una adolescente. Paré en seco y pensé que no, que no era una adolescente, ya no. Ahora soy joven, universitaria, pero no adolescente. Había dejado atrás esa etapa y apenas me había dado cuenta. Fui consciente de que los últimos cinco años parecían pasados de golpe, como en un tropezón tonto. ¿Realmente he dejado de serlo, realmente han pasado todos esos años? El futuro será igual: un día me daré cuenta de que ya no, ya no hay vida, sólo espera a la muerte, y luego ya la nada.

No es un secreto que los cumpleaños me depriman. Duele pensar que ninguno de mis actos permanecerán nunca más a etapas pasadas de mi vida. Que si algún día llega la marca que pare el tiempo ya no será a los 21, ni a los 20, ni a los 19… Tan sólo de los 22 en adelante. Y luego de los 23. Y más tarde me enfrentaré a la realidad y tendré que abortar mis planes, porque no tendrán cabida en mi vida. No podré ser la persona que quería ser. O la persona con las cosas que quería hacer. Nunca podré hablar de un gran amor adolescente, no lo sentiré con esa intensidad. Y puede que llegue de otro millón de formas, pero no de esa. La isa que era hace unos años no habrá vivido en Paris, ni hablará el lenguaje sin palabras, ni habrá jugado a no ser. Quizá lo sea la de ahora o la de después, pero nunca más la de antes. Y quizá esa pobre isa sí que quería hacer todas esas cosas. Todo eso me sumerge sin quererlo, y quizá sin razón suficiente, en una profunda pena.

No sé lo que seré mañana. No sé cuántos pasos más me serán permitidos dar. Sólo sé lo que soy hoy, sé que lo que quiero hacer y sé que no puedo confiar en el mañana, porque el tiempo es traicionero y procura brindarnos sorpresas desagradables. El equilibrio, el Ying-Yang, somos yo y el mundo, yo haciendo planes y él tramando para romperlos. Él alejándome de mi gente. Él alejándome de mi juventud y ganas. De mis seguridades. Él cambiándolo todo. Él robando vidas y sueños. Y yo volviendo a construir una y otra vez.

Hoy tengo 22 años. Ya no escribiré nada más con menos vida que eso. Y no es sólo una casilla a rellenar en un formulario. También es la pérdida de todos los infinitésimos de segundo que conformaban esos 22 años de existencia. De todos esos lugares que visité y no recuerdo. De toda la gente que me crucé y no me volví a mirar. Es la marca de todo lo que he perdido y del tiempo que se me ha robado. Es la certeza de que la nada, el fin, está segundo a segundo, latido a latido, más cerca de mí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

... y por eso llegué tarde a clase de física señorita.

Del sentido de la vida hace tiempo que dejé de pensar, quien coño soy yo para poder saber algo así. Y pensé que el único sentido que podía haber es el que le quiera dar cada uno a su propia vida. A lo mejor tu insignificante vida le da mucho sentido a otras vidas. Y no importa en que época consigas una meta, en realidad yo creo que nunca dejamos de ser niños.