sábado, 16 de junio de 2007

La NiÑa Y eL DuEnDe

Érase que se era, una pequeña niña de rizos alborotados y negros. Le encantaba andar y recorrer calles, rincones y escondrijos, el olor de un limón recién abierto y meter los dedos en cera derretida. Recorría la vida a saltitos, picando y pellizcando todo lo que encontraba a su paso.


Un día, caminando, algo se cruzó por su camino. La niña se paró en seco y abrió mucho los ojos. Un pequeño duende de pelos y barbas alborotados le sonreía de frente. La pequeña niña no dijo nada. Teniendo en cuenta que nunca había visto un duende (aunque algo sabía sobre ellos, puesto que había leído muchos muchos cuentos y conocía gente que aseguraba haberlos encontrado en alguna ocasión) no estaba segura si podía picarle y pellizcarle sin que el duende se quejara, así que mirándole disimuladamente continuó despacito su camino a pequeños saltitos.


Pronto se dio cuenta de que el duende le seguía, también a saltitos, y manteniendo su amplia sonrisa. La niña sabía que ella podía caminar mucho y muy largo, y que el duende, como el resto, acabaría cansándose en el camino y dejaría de seguirla. Así que manteniendo su mutismo y tarareando una canción siguió sin dilación su camino.


Recorrió bosques, campos, ciudades y playas. Cuesta arriba y cuesta abajo, mientras llovía y tronaba. También cuando un sol pesado caía bajo sus espaldas.


Pero nada detuvo al barbudo duende.


Poco a poco, y sin darse casi cuenta, la niña dejó de andar para alejarse del duende, y comenzó a andar a su lado, aunque aún no se habían dirigido la palabra.


A lo largo del mundo que lentamente cruzaban, fueron apareciendo los más mágicos descubrimientos: flores amarillas, castillos de arena, fuegos danzantes, figuritas de alambre, lunas naranjas, cuero trenzado, música desconocida… Y cada vez que alguna de estas maravillas aparecía, la pequeña niña se detenía en seco y absorta las contemplaba. Y cuando se giraba bruscamente preocupada de que su duende hubiera seguido el camino sin darse cuenta de que ella se había detenido, le encontraba a su lado, también absorto en la mágica aparición, con la sonrisa aún dibujada en la cara. Entonces siempre el duende se volvía hacía ella y le guiñaba un ojo, y juntos continuaban el camino.


Era la primera vez que la niña caminaba con alguien.


Con un saltito y de repente, la niña se detuvo en seco para mirar lo que la rodeaba. Giró sobre sí misma y dejó resbalar su mirada desde la copa de los árboles hasta la punta de sus pies. Ya había estado allí antes. Miró hacia el duende, que a su vez la miraba fijamente a ella. Y entonces se acordó. Allí había aparecido el duende por primera vez hace ya mucho o muy poco tiempo, justo ahí desde donde él la miraba.


El duende la miró de frente con su amplia sonrisa, justo como la primera vez. Y con una cabriola desapareció entre matorrales.


La niña se quedó parada mirando hacia donde había desaparecido el duende mucho tiempo; el tiempo suficiente para que las hojas de los árboles cayeran, y luego se cubrieran de nieve en el suelo, el tiempo que tardaron nuevas hojas en brotar, y el tiempo que el sol tardó en tornarlas amarillas de nuevo.


Parpadeó como despertando de un sueño y miró hacia sus pies. Aún amodorrada, dio un ridículo salto hacia delante. Intentó dar un segundo, pero tropezó. Entendió que los saltitos le eran más difíciles cuando el duende no estaba a su lado, pero hizo el esfuerzo. El tercer saltito fue casi a cámara lenta, pero consiguió mantener el equilibrio hasta el final. Cuando dio el cuarto y el quinto salto el camino fue tornando un poco más sencillo, aunque aún eran más cortos de lo acostumbrado.


La niña seguía recorriendo el mundo a saltitos, picando y pellizcando lo que encontraba a su paso. Y cuando de vez en cuando algo mágico aparecía ante ella, se detenía absorta a contemplarlo, y distinguía desde justo detrás de la aparición la barbuda y melenuda cara del sonriente duende guiñándole el ojo.


Incluso en el desierto más amplio abrigada por la noche más oscura, la niña no volvió a caminar sola.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bonito Isa... me gusta leer tu blog porque me siento identificada.
Creo que la función de los duendes es esa, llegan y te abren los ojos, y te hacen ver cosas que nunca antes habías visto, y te hacen pensar, y estás agusto con ellos, tanto que te acostumbras a la vida con tu duende y cuando se van lo pasas mal, y parece que al irse se ha llevado una parte de tí con él, y es verdad pero él también ha dejado en tí una parte de él, y eso va a ser tuyo para siempre, incluso si no vuelves a verle nunca más.
Para alguien tú eres un duende, o un hada.

Anónimo dijo...

o un hada, o algo así. :)